Esa fue mi primera "escuela". Eso le llamaban. Escuela de niñas y párvulos. Yo era de los párvulos. Tendría 4 años (1960) aunque no lo recuerdo bien, sólo verdaderamente recuerdo esas pocas imágenes que como un flashback aparecen en mi memoria.
Creo que no aprendí nada en esa gran habitación con pupitres de madera, atestados de “cagones” como yo, pues a esa escuela sin nombre, todo el barrio la conocía como “Els caganers”. Estaba en la calle Granada esquina con el Pasaje Mas de Roda, a tres travesías de aquella casa donde vivía con mi hermano, padres y abuelos.
Recuerdo cuando en algunos de esos rezos, rituales obligatorios al entrar o salir de la escuela, se me escapó el pipi, sentir alivio y a la vez vergüenza, ya inevitable, del pantalón de franela empapándose con esa calidez mojada.
La clase era un jolgorio y no recuerdo quien era, maestro o maestra, que me llamó algún día para leer, pero había que ponerse en la cola. Siempre había que ponerse en una cola como la que tuve que hacer para esa clásica foto con la bata.
Detrás del aula de los párvulos, la clase de las niñas, donde alguna vez me castigaron de cara la pared. Más allá el patío con árbol, espacio peligroso en el que las piedras que volaban, abrieron una brecha sangrienta en aquella cabeza pelona de algún compañero nervioso.
En la misma calle, casi delante de mi casa vivía el “hombre del saco”. Un hombre al que los adultos condenaban a todos los misterios. Nunca me dio realmente miedo. Cumplía con todos los clichés, más bien flaco, más bien canoso, con barba de una semana, siempre con la misma ropa parda y los pantalones sujetos con un cordel como cinturón y… un saco de arpillera dónde recogía papeles y trapos. Creo recordar que si alguna vez lanzó algún improperio era por hartura de algún niño que haciéndose el adulto lo insultaba. Pocos años más tarde lo vi por última vez saliendo por el portalón de su casa, que compartía con su hermano soltero, con una camisa de fuerza entre dos hombres, de mirada huidiza, que lo metieron en una furgoneta.
Ese portalón, de los de picaporte y cuerda para abrir, que no ha cambiado practicamente de aspecto, será siempre para mí el de la casa del “hombre del saco”.
Creo que no aprendí nada en esa gran habitación con pupitres de madera, atestados de “cagones” como yo, pues a esa escuela sin nombre, todo el barrio la conocía como “Els caganers”. Estaba en la calle Granada esquina con el Pasaje Mas de Roda, a tres travesías de aquella casa donde vivía con mi hermano, padres y abuelos.
Recuerdo cuando en algunos de esos rezos, rituales obligatorios al entrar o salir de la escuela, se me escapó el pipi, sentir alivio y a la vez vergüenza, ya inevitable, del pantalón de franela empapándose con esa calidez mojada.
La clase era un jolgorio y no recuerdo quien era, maestro o maestra, que me llamó algún día para leer, pero había que ponerse en la cola. Siempre había que ponerse en una cola como la que tuve que hacer para esa clásica foto con la bata.
Detrás del aula de los párvulos, la clase de las niñas, donde alguna vez me castigaron de cara la pared. Más allá el patío con árbol, espacio peligroso en el que las piedras que volaban, abrieron una brecha sangrienta en aquella cabeza pelona de algún compañero nervioso.
En la misma calle, casi delante de mi casa vivía el “hombre del saco”. Un hombre al que los adultos condenaban a todos los misterios. Nunca me dio realmente miedo. Cumplía con todos los clichés, más bien flaco, más bien canoso, con barba de una semana, siempre con la misma ropa parda y los pantalones sujetos con un cordel como cinturón y… un saco de arpillera dónde recogía papeles y trapos. Creo recordar que si alguna vez lanzó algún improperio era por hartura de algún niño que haciéndose el adulto lo insultaba. Pocos años más tarde lo vi por última vez saliendo por el portalón de su casa, que compartía con su hermano soltero, con una camisa de fuerza entre dos hombres, de mirada huidiza, que lo metieron en una furgoneta.
Ese portalón, de los de picaporte y cuerda para abrir, que no ha cambiado practicamente de aspecto, será siempre para mí el de la casa del “hombre del saco”.